lunes, 3 de abril de 2017
La globalización productiva o el poder de las multinacionales
Así como la cuestión de clases fue el gran tema del movimiento obrero en el siglo pasado y en la primera mitad del actual, la cuestión de la globalización domina el 11 discurso de las empresas trasnacionales en el umbral del siglo XXI. Existe sin embargo una gran diferencia: en el pasado, los trabajadores constituían un contrapoder, mientras que hoy las empresas globales no tienen que enfrentarse a un desafío similar. La globalización les permite no solo gozar de un rol clave en el manejo de la tecnología, sino que también les garantiza un rol político predominante porque pueden decidir, por ejemplo, deshacerse de puestos de trabajo que les resulten costosos. Más aún: pueden librarse de todo tipo de restricciones por parte del Estado y del trabajo.
Paradójicamente, los empresarios que producen crecimiento crean también desocupación, en tanto que también el Estado, que baja los impuestos con el supuesto objetivo de crear trabajo, también contribuye de manera indirecta a la desocupación con esa decisión. Las cifras de distribución de los ingresos son muy elocuentes al respecto.
En Alemania, por ejemplo, los salarios reales aumentaron sólo un 2% en los últimos 12 años. Al mismo tiempo, las rentas de capital subieron en un 59%. Esta relación es expresión de una nueva ley, según la cual la combinación de capital y conocimiento permite producir cada vez más con menos trabajo. A nivel político este proceso implica la pérdida de valor del trabajo, un gran golpe al acuerdo histórico entre el capital y el trabajo, y con ello a la resolución pacífica del conflicto central de la modernización. Cabe entonces preguntarse si las reglas clásicas de juego, como las negociaciones colectivas libres, los contratos laborales y el derecho de huelga, tienen todavía cabida en el nuevo siglo de la globalización o han de quedar relegadas al basurero de la historia, y si en efecto se está produciendo lo que Beck (1997) ha denominado «la lucha de clases desde arriba». La globalización, o más concretamente la trasnacionalización de las empresas, no solo le hace perder peso y significación a los sindicatos, sino que –como ya se ha indicado– parece socavar también la capacidad de decisión de los gobiernos reemplazando la soberanía nacional por la soberanía global del capital. Semejante proceso avanza hacia el modelo de un Estado mínimo o «gendarme».
Lo más curioso es que no son pocos los políticos que hablan del mercado como único regulador, sin darse cuenta de que al hacerlo están destruyendo su propia razón de ser. En conclusión, el poder de las empresas globalizadas consiste en:
a) Su capacidad de exportar puestos de trabajo a cualquier lugar del globo, donde los costos de trabajo sean más baratos;
b) La segmentación de productos y fases de producción, y la diversificación espacial del proceso productivo, como sucede por ejemplo en el sector automovilístico. Las cosas han dejado de fabricarse en un mismo sitio y se componen de partes provenientes de medio mundo. Así, vehículos, computadoras, laboratorios farmacoquímicos complejos y hasta edificios localizados en Estados Unidos contienen proporciones importantes de elementos importados de distintas partes, inclusive técnicas y programas;
c) La capacidad de negociar con los gobiernos nacionales con el fin de reducir la 12 carga impositiva y bajar costos salariales directos e indirectos y de infraestructura;
d) El hecho de que las empresas globales puedan elegir dónde tener sede, diseñar, producir, comercializar y pagar impuestos.
Dicho en una forma simplificada: pueden residir donde es más bonito y pagar impuestos donde sea más barato. Lo más importante es que todas estas decisiones se toman sin participación de la «alta política», es decir sin discusión parlamentaria o decisión gubernamental, ni siquiera con un debate público. Se trata entonces de un caso clásico de lo que Beck (1993) denomina la «subpolítica». En ese mundo las viejas reglas de juego político han perdido vigencia. Las empresas asumen cada vez más la función política, de modo que entre los perdedores no solo se cuentan los sindicatos, sino también los partidos políticos, el Estado benefactor, y finalmente el capitalismo renano con sus mecanismos neocorporativistas de concertación.
Según Lester Thurow, el Estado benefactor está en bancarrota; mientras, Paul Kennedy (1995) calcula que 1.200 millones de personas en el Tercer Mundo pronto estarán en condiciones de ejecutar alrededor del 85% del trabajo que hasta ahora se ha realizado en los países ricos.
Se está configurando así una nueva estratificación del poder económico mundial, cuyos rasgos definitivos todavía no pueden ser determinados de manera inequívoca. Además, se está abriendo una brecha entre los líderes de las empresas globales, que piensan y actúan globalmente, y los líderes políticos, que están obligados a mirar por el bienestar nacional y a legitimarse localmente.
La necesidad de una nueva responsabilidad política
No hay ninguna duda de que buena parte de las dificultades y la crisis en la que están sumidos muchos países, sobre todo en Europa y en América Latina, se debe a la adaptación insuficiente de cada país y cada empresa a mercados mundiales paulatinamente más abiertos, en los que los competidores son cada vez más numerosos y las innovaciones técnicas hacen que vectores económicos enteros nazcan y mueran en forma vertiginosa.
La necesidad de adaptarse al nuevo entorno afecta no solamente a los políticos, sindicatos y ciudadanos, sino también a los propios gerentes de las empresas. La transformación y adaptación requerida no es fácil, ya que se le opone una multitud de intereses establecidos. Pero es indispensable. Y cuanto más difícil y lenta sea, más se debilitará la competitividad del país en cuestión, y con ella su nivel de vida y de empleo.
Eliminar la inflación, reducir el déficit fiscal11 , incrementar las exportaciones, dominar las nuevas tecnologías, contribuir a su desarrollo y, por consiguiente, elevar el nivel de educación son imperativos que ningún país puede ignorar sin correr grandes riesgos. Por otra parte, sin embargo, atender a todo esto no garantiza un desarrollo sostenible con justicia social (Cepal). Creer eso es el gran error de las recetas de tipo neoliberal. El resultado de la globalización económica es una división internacional del trabajo más eficiente acompañada por una redistribución recesiva del ingreso, que a mediano plazo puede desembocar en violentos conflictos sociales.
Citando nuevamente a Touraine:
Hoy estamos dominados por una ideología neoliberal, cuyo principio central es afirmar que la liberalización de la economía y la supresión de las formas caducas y degradadas de intervención estatal son suficientes para garantizar nuestro desarrollo. Es decir, que la economía sólo debe ser regulada por ella misma, por los bancos, por los bufetes de abogados, por las agencias de rating y en las reuniones de los jefes de los Estados más ricos y de los gobernadores de sus bancos centrales. Esta ideología ha inventado un concepto: la globalización. Se trata de una construcción ideológica y no de la descripción de un nuevo entorno económico. Constatar el aumento de los intercambios mundiales, el papel de las nuevas tecnologías y la multipolarización del sistema de producción es una cosa, decir que constituye un sistema mundial autorregulado y, por tanto, que la economía escapa y debe escapar a los controles políticos, es otra muy distinta: se sustituye una descripción exacta por una interpretación errónea. ... Debemos preguntarnos cómo evitar caer en la economía salvaje y cómo construir un nuevo mundo de gestión política y social de la actividad económica.
Por otra parte, no debe caerse en la exageración de Krugman (1994), que considera a la globalización como un invento periodístico, una palabra vacía que pretende explicar todo y no explica nada. Según él, la competitividad depende de la política de cambios y de la capacidad de absorción de los mercados. Las exportaciones e importaciones de un país, y con ellas su competitividad, se mantienen en equilibrio en tanto aquél no pase a ser deudor o acreedor del resto del mundo. Incluso en ese caso no se llegaría tampoco a una crisis de competitividad de la economía en cuestión, un concepto que en su opinión resulta por otra parte peligroso por cuanto está asociado a subvenciones, proteccionismo, guerra comercial y malas políticas. Semejante interpretación no da cuenta de la realidad actual. La globalización no es un término vacío ni un fantasma.
Eso es lo más obvio en el campo financiero. En el ámbito de la producción, la globalización es menos una realidad que una estrategia. Sin embargo, mucho de lo que figura bajo el lema de la globalización es menos una realidad que un mito, y con eso –como John F. Kennedy dijo una vez– lo contrario de la verdad. Esto es lo que he tratado de demostrar aquí. No puede pasar desapercibido, sin embargo, que muchos decisores políticos y económicos, tanto del Norte como del Sur, intrumentalizan el concepto con objetivos interesados y para desviar la atención de sus propios fracasos o negligencia, como por ejemplo ocurre con la desocupación. Esa actitud es tanto más grave cuanto una serie de estudios empíricos demuestran que a pesar de los procesos de globalización, el marco nacional sigue siendo determinante para la estructura y el desarrollo de las economías nacionales y para las decisiones empresariales. Quisiera proponer tres pruebas de ello:
1) En su trabajo acerca de la globalización Hirst y Thompson llegan a las siguientes conclusiones: 14 – La economía mundial es una economía internacional, pero no una economía globalizada. Sus unidades centrales siguen siendo las economías nacionales, que están comunicadas entre sí por medio del comercio y las inversiones.
Pese a la creciente internacionalización de las economías nacionales registrada en los últimos años, son hoy más cerradas de lo que lo fueron entre 1870 y 1914. Las condiciones internacionales no afectan a las economías nacionales directamente sino sólo por la intermediación de las agencias y procesos nacionales. – Las verdaderas empresas trasnacionales, las que funcionan sin ninguna base nacional, son muy escasas. La mayoría de las empresas que actúan internacionalmente conservan un anclaje en un país determinado donde tienen su central. – A pesar de la alta movilidad del capital, no se ha producido hasta el momento un traslado masivo de inversiones y puestos de trabajo al Tercer Mundo.
Con la excepción de algunos países en despegue, la mayor parte de las inversiones extranjeras directas se siguen realizando entre los países industrializados (en la OCDE: el 75%). – El comercio, las inversiones y el capital financiero se mueven en su mayor parte dentro de la tríada formada por EEUU, Unión Europea y Japón. Las reglas son fijadas básicamente por estas tres potencias económicas, lo cual indica que los mercados mundiales están muy lejos de actuar en forma independiente de las regulaciones y controles políticos.
2. La investigación del Instituto de Economía de Kiel mencionada al principio (Nunnenkamp) subraya también que los países en desarrollo que hasta el momento no se han beneficiado de la globalización no pueden responsabilizar por ello a los factores exógenos. Por el contrario, son las políticas económicas nacionales las que permiten hacer buena figura o no en la competencia internacional por los mercados y los factores de producción móviles. Así, los países del Sudeste asiático se cuentan entre los ganadores de la globalización porque, a diferencia de los perdedores, como por ejemplo, los países del Africa negra, supieron mantener la estabilidad general, realizar altas inversiones en capital humano e infraestructura y mostrar mayor apertura a los mercados mundiales de bienes y capital. Por eso no es una casualidad que en el ranking global de competitividad del World Economic Forum, de Ginebra, cuatro países asiáticos (Singapur, Hong Kong, Taiwán y Malasia) figuren entre los 10 primeros puestos (Global Competitivness Report 1997). En qué medida el colapso financiero, que algunas economías sudeste-asiáticas experimentaron en los últimos tiempos, va a afectar este ranking, es una cuestión abierta.
3. El ejemplo alemán muestra que el fin de la época de las «vacas gordas» que comenzó a manifestarse a partir de 1982, es decir, la declinación del modelo fordista de producción en masa, de expansión del ingreso y del Estado de bienestar, se explica por causas externas (la quiebra del sistema de Bretton 15 Woods, las dos crisis del petróleo y la internacionalización de los mercados), pero también responde a importantes factores internos como los cambios registrados en la distribución del ingreso y su utilización. Kamppeter ha demostrado que a partir de 1992 las ganancias empresariales han aumentado notoriamente, mientras que los ingresos de la mayor parte de la población están estancados. A diferencia de lo que había sucedido en épocas anteriores, entre 1982 y 1994 sólo se reinvirtió un 35% en la formación de patrimonio empresarial, en tanto que el 65% de la inversión se canalizó hacia los depósitos de dinero, sobre todo a la compra de títulos. Eso significa que la idea del gobierno –y en parte también de los sindicatos– de facilitarle las ganancias a las empresas por medio de la liberación de cargas y la limitación de los aumentos salariales con la esperanza de que éstas mantengan o aumenten sus inversiones, no tuvo los resultados esperados.
Citando a Kamppeter:
En lugar de modificar esa estrategia fracasada e inútil se empezó a atribuir la culpa del revés a otras causas, como la falta de atractivo de Alemania en la competencia de localización y a la fuerza incontrolable de la evolución del mercado internacional y la globalización. En vista del estancamiento de la demanda interna, las exportaciones se transformaron en la fuente principal del crecimiento, una situación que se mantiene hasta la actualidad y que ha cobrado un nuevo impulso a consecuencia de la revalorización del dólar.
Estos tres ejemplos muestran con claridad que las instancias políticas no pueden sacudirse la responsabilidad atribuyendo todas las culpas al mercado mundial y a la globalización. Esto se aplica tanto a los países industrializados como a las economías en desarrollo. Finalmente puede citarse una fuente que está libre de toda sospecha de pertenecer a la izquierda: el Informe Anual del Banco Mundial 1995 destaca que la globalización es un fenómeno indivisible, pero subraya que las perspectivas de crecimiento siguen dependiendo de los efectos de la política económica en cada país, para concluir advirtiendo que «las fuerzas de la globalización aumentan tanto los beneficios de una política buena como los costos de una política mala».
Es así que la vieja cuestión de la responsabilidad política de los gobiernos («accountability») en las democracias representativas sigue vigente aún en tiempos de la globalización. Lograr armonizar la globalización con la democracia representa precisamente el gran desafío de los próximos años. No encararlo en forma constructiva sería un error que puede costarle igualmente caro a las democracias saturadas del Norte como a las todavía no consolidadas de América Latina.
Ivonne Monter
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